Sí, supongo. Pero te acostumbras. Te acostumbras a tener ese hueco, ese vacío que no se puede llenar, que se va haciendo más pequeño a lo largo de los años pero no desaparece ni lo hará. Que algunos días crece y duele como si la herida estuviera recién hecha.
Los recuerdos son cada vez más borrosos y lejanos, su nombre rara vez se pronuncia, su foto se convierte en un elemento de decoración más en el dormitorio de mi madre. Parece como si nunca hubiera pasado, como si la vida siempre hubiera sido así, sin él, aunque durante los primeros 8 años de mi vida no fuera así.
Imágenes que prueban su existencia, algunas menciones en conversaciones, fragmentos de recuerdos que no parecen reales: su coche blanco, su reloj de pulsera, el olor a crema de después de afeitar, su olor a tabaco, cuando le llevaba una cerveza al salón, el tumbarme apoyando mi cabeza en su pierna mientras él veía la tele, el miedo que me entraba cuando me subía en sus altísimos hombros, herramientas de pesca y un muelle olvidado, un parque con patos y un trayecto en coche junto a avestruces que asomaban sus largos cuellos sobre unas verjas de metal... Son retazos que vienen a mi memoria de vez en cuando, cada vez menos con menos frecuencia. Y no quiero olvidar pero tampoco quiero pasarme la vida recordando.
Y, ¡qué casualidad! Hoy hace 12 años y dos meses justos...
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