viernes, 28 de febrero de 2014

Algo más que compañeros (Primera parte)

Subieron las escaleras entre risas y llegaron a la puerta. Ella sacó las llaves de su bolso, agitándolas en el aire. Él las intentó coger pero ella apartó la mano soltando una risita juguetona, él la besó sin más. No era el primer beso que se habían dado aquella noche, ni el primero entre ellos, pero tuvo el mismo efecto.
Ese primer contacto ocurrió semanas antes. Era una bochornosa noche para ser primavera, el aire acondicionado seguía estropeado y no corría aire por ninguna ventana. Él se levantó acalorado, caminó descalzo hasta la nevera y la abrió, sediento. Disfrutó del frescor que desprendía y se quedó un rato ahí hasta que el timbre del temporizador de la puerta del frigorífico sonó. La cerró de golpe, temiendo despertar a sus compañeras de piso. Entonces se percató de que la puerta del balcón estaba abierta y que una figura estaba asomada a la barandilla.
Cogió un refresco de más y se acercó silenciosamente. Ella parecía ensimismada mirando hacia el cielo y se preguntó en qué estaría pensando. Tenía el pelo recogido en un moño despeinado y un fino pijama de verano. Se había hecho un nudo en la camiseta, mostrando su abdomen.
- ¿Tú tampoco puedes dormir? - Dijo él, sobresaltándola.
- Con este calor es imposible. - Respondió deshaciendo el nudo. Se cubrió con timidez.
- ¿Un refresco? - Le ofreció, ella lo aceptó.
- Gracias. - Él se apoyó en la barandilla junto a ella y miró al cielo, como momentos antes había hecho ella. La luna estaba casi llena y la luz plateada bañaba sus rostros.
Se mantuvieron en silencio, sin mirarse. Ella observaba su lata mientras recordaba la primera vez que se vieron.
- ¿Sabes? - Dijo. - No eres como esperaba. - El muchacho la miró con curiosidad.
- ¿Y cómo pensabas que era? - Se encogió de hombros.
- No sé, no eres tan... - se calló, buscando las palabras adecuadas.
- ¿Gillipollas cómo creías? - Termino él. Ella se rió.
- Eso lo has dicho tú, no yo. Pero sí, algo así. - Ella alzó la cabeza y observó sus ojos azules.
- Suelo dar esa impresión en los demás. - Él bajó la vista con una sonrisa triste.
- ¿Y por qué no haces algo para cambiarlo? - Él bebió media lata de su refresco y se secó los labios con el dorso de la mano.
- Porque así nadie se acerca lo bastante como para hacerme daño. - No la miraba, su orgullo se lo impedía. Nunca había hablado antes con tanta sinceridad. Bajo su apariencia de vanidoso y rompecorazones había un interior sensible y bello que hacía años que no enseñaba a nadie.
- No todo el mundo va a hacerte daño.
- Tarde o temprano me lo terminan haciendo. Me han decepcionado tantas veces que decidí no ilusionarme por nada.
- Eso es imposible. Siempre existe algo de esperanza, esa chispa de ilusión que no desaparece. Ese algo por lo que merece la pena seguir intentándolo. - Se dió media vuelta y apoyó la espalda en la barandilla. - No se puede pensar de esa forma, cerrándote a los demás, con temor a sentir, a vivir. Así te estás perdiendo muchas cosas, no solo lo malo, sino también todo lo bueno. Conforme pase el tiempo te darás cuenta de que has desperdiciado muchos años de tu vida por culpa del miedo, años que nunca volverán. - Se calló al darse cuenta de que tal vez había hablado de más. - No te estoy echando la bronca ni nada parecido. Solo... es mi opinión. - Él asintió. - No tengas miedo de lo pueda ir mal y piensa en lo que puede salir bien. Es un consejo, como amiga.
Tomó un sorbo de su refresco, él sonrió.
- Amiga. - Por fin la miró de nuevo. Para él aquella palabra no significaba lo mismo, la había usado tantas veces en otro contexto que había perdido su significado original.
- Sí, o como compañera de piso, lo que prefieras. - Negó con la cabeza y suspiró.
- Tienes razón. - Dijo al cabo de un rato. - Pero es más fácil decirlo que hacerlo.
- Poco a poco, Roma no se construyó en un día.
Se acomodaron en las sillas de plástico que tenían en el balcón mientras siguieron conversando. Hablaron de todos los temas posibles, incluso de los más polémicos. Se sorprendieron al darse cuenta de que tenían más en común de lo que pensaban. Entre bromas, compartieron sus miedos más profundos y sus pensamientos más oscuros. Allí, bajo la luz de la luna, desnudaron su alma, sin juzgarse, sin prejuicios.
Las horas pasaron sin que se dieran cuenta y, aunque ambos estaban cansados, ninguno quería ser el primero en irse. Finalmente, ella dio el paso, pudiéndole la responsabilidad.
- Creo que ya va siendo hora de volver a la cama. Mañana tengo que madrugar. - Se levantó reprimiendo un suspiro de resignación. Él la imitó y se puso en pie. Se quedaron el uno frente al otro sabiendo que ya no se veían de la misma forma que horas antes, como si no se hubieran visto realmente hasta entonces. Sin saber cual sería la forma correcta de despedirse, se decidió por unos golpecitos amables en el brazo. - Buenas noches.
Se dirigió hacia el salón, sintiéndose absurdamente ridícula por ese gesto de despedida. ¿Pero qué le pasaba? Desde el primer momento en que le vio había sentido una atracción hacia él, disminuida por su actitud chulesca y engreída, pero ahora que había visto realmente su interior y que tenía una oportunidad de acercarse a él ni siquiera era capaz de darle un abrazo.
- ¡Espera! - Dijo él, yendo detrás de ella. La cogió del brazo, haciendo que se girara hacia él y la besó. No podía dejar que una noche como esa acabara con una despedida tan fría, se hubiera arrepentido si no la hubiera besado.
Ella le respondió al beso. Cuando se separaron, una pequeña sonrisa apareció en sus labios.
- Ahora sí, buenas noches. - Concluyó él con otra sonrisa.
Ella volvió a su habitación y se tumbó en la cama mirando hacia el techo, memorizando cada detalle de esa noche. Él salió al balcón de nuevo y miró a la luna, que había cambiado de sitio durante el transcurso de la noche y se sintió vivo por primera vez desde hacía mucho tiempo.
No volvieron a hablar de ese beso aunque ninguno de los dos lo había logrado olvidar. Temiendo romper el frágil equilibrio que habían conseguido crear en el año que llevaban compartiendo piso, trataron de evitarse y pasar el menor tiempo posible a solas, lo cual era difícil, aunque habían cumplido su propósito hasta aquella noche, que se encontraron casualmente en una fiesta.
Él consiguió quitarle las llaves y entraron en el piso compartido. Las dejó sobre la barra que separaba la cocina del salón. Ella cerró la puerta tras de si y observó detenidamente a su compañero: su ancha espalda perfilada por esos formados hombros, sus brazos fuertes y sus grandes manos, ese pantalón camel regalo de unas Navidades pasadas y esas ejercitadas pantorrillas en sus años de baloncesto... Él se giró y la contempló como si no la había mirado nunca antes: sus largas piernas apenas bronceadas por el sol, ese vestido que se ajustaba a su figura como una segunda piel, marcando sus curvas, el cabello largo, cayéndole sobre los hombros...
Los dos se acercaron como activados por un resorte. Se besaron con intensidad, sin molestarse en coger aire, sin remilgos, mientras acariciaban el cuerpo del otro con sus manos. Se detuvieron cuando la espalda de él tocó la pared que dividía sus habitaciones. Ella se retiró y él la dejó marchar.
- Buenas noches. - Dijo ella dirigiéndose a su habitación.
- Buenas noches. - Respondió él sin quitarle los ojos de encima.
Cruzaron una mirada rápida antes de que ella cruzara el umbral de la puerta pero aun así la cerró. Él deambuló nervioso frente a ella sin atreverse a llamar. Justo cuando tenía el puño levantado dispuesto a golpear la madera ella apareció de nuevo, con una mirada que lo decía todo. Él sonrió levemente y volvieron a juntar sus labios, sedientos de amor, entrando en el dormitorio.

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